miércoles, 15 de enero de 2014

CUENTO.

LA PRINCESA FLORERO.

Erase una vez, en un país multicolor el cual  presumía de democrático y moderno, y aunque en su Constitución era oficialmente laico, la verdad era muy distinta, incluso se aprobaban leyes diseñadas a medida para una religión. A pesar de que en el país estaba implantada la democracia, también era una monarquía, sí, de esas que se compone de reyes y princesas, como las de los cuentos de hadas, con todo lo que eso conlleva de lujo y boato.

El rey, según algunos súbditos era; alto, guapo, cazador, mujeriego, caprichoso y bonachón. La reina se limitaba a ser…, eso, Reina. Tenían tres hijos, dos infantas  y un “ principito”. Que entre los tres les dieron a los reyes muchos pequeños infantes, con largos nombres como correspondía a su estirpe bobónica. 
  
Como según las normas “democráticas” y machistas del país, las niñas no podían ser reinas, aunque fueran de mayor edad que los varones, el reinado lo heredaría, si nadie lo remediaba, el “principito”.

La vida en el palacio transcurría plácidamente, siempre según los portavoces del palacio. Pero la realidad era algo distinta a la oficial. La reina llevaba con mucha dignidad las protuberancias causadas por los devaneos amorosos de su marido el rey bobonico,  pues a pesar de parecer un bobalicón, se cumplía en él, el refrán  que dice: “A todos los tontos les da por lo mismo” pues eso era lo que le pasaba a este rey, que lo único que tenía muy activo era la zona sexual, pues su intelecto no era como para tirar cohetes.

Pues bien, una de las princesas, tenía un marido con pinta de modelo y carita de buena persona, que tampoco parecía muy avispado (aparentemente),  pues con el tiempo demostró que era un “espabilao” pero solo para lucrarse a costa de los títulos de su señoría la princesa, y de su queridísimo suegro. Claro está que los tontos fueron los que le regalaron tantas dádivas por la cara y sin venir a cuento.

Las autoridades del país, tardaron mucho tiempo en darse cuenta de los corruptos y lucrativos negocios del consorte, que cosa rara, rara, pasaban desapercibidos tanto por la corte como por los inspectores de hacienda (que dicho sea de paso no somos todos), cuando de pronto alguien se puso a investigar sobre  los negocios del consorte de la infanta, como por arte de magia fueron saliendo en tropel, todos los trapos sucios en forma de chanchullos monetarios con los que la familia principesca se habían ido forrando, más o menos que con “premeditación, nocturnidad y alevosía”. Pero eso sí, sin mala fe, según decían las buenas e inocentes gente del país.

La princesa que era muy trabajadora, y tenía la gran suerte de tener un buen trabajo, muy bien remunerado, pero que muy bien, y sin ninguna duda por sus meritos intelectuales, faltaría más.

Cuando todo el pastel se descubrió, y el consorte tuvo que verse ante los tribunales, salió a la luz que la linda princesita estaba también implicada, pues muchos de los chanchullos contenían la firma y beneplácito de su alteza la inocente y linda princesita, la cual se vio envuelta en el enredo que su joven y amante esposo había urdido a su costa, pues ella era totalmente ajena a los tejes y manejes de su amado esposo, en ningún momento se preocupo de pensar “de dónde sacaba pá tanto como gastaba” su amor era tan, tan grande, que nunca se le hubiera ocurrido  dudar de él.

Ahora la princesa esta triste ¿Qué tendrá la princesa? El pueblo está dividido, unos dicen que ella es totalmente inocente, que nada sabía, que se dejo llevar por su ciego amor. A ella acostumbrada a vivir de lujo, no le extrañaba nada, ya que siempre había vivido de esa manera.

El pueblo que ya estaba más que harto de mantener a la monarquía, y a un rey cazador y mujeriego, y de los príncipes y de sus respectivas proles, que como eran católicos y apostólicos tenían hijos a tutiplén, claro como ellos no les costaban nada, pues hala. Todos estos episodios y muchos más que no vienen al caso, vinieron a confirmar lo absurdo de una monarquía en tiempos modernos.

El pueblo pedía justicia, y hasta el propio rey decía que la justicia era igual para todos. Haciendo caso omiso a la ley y al propio rey, el juez encargado del caso, haciendo honor a su juramento profesional quiso cumplir con su obligación, y llamó a la princesa a declarar, pero cosa rara, desde el palacio real se movieron los hilos para parar la dichosa declaración, a pesar de lo expresado por el propio rey. Pasaron los meses hasta que por fin el juez consiguió que la ley le diera la razón y la princesa tuvo que declarar, aunque no voluntariamente como hubiese sido lo correcto si nada tenía que temer.

Cuando todo salió a la luz pública, su suerte cambió. Llego el fatídico día. La pobre, perdón, la cegata, princesa, declaró una y mil veces que ella era inocente, y que nada sabía de los negocios de su amado. Nunca se dio cuenta de que estaban viviendo “por encima de sus posibilidades”, y es que ella sin saberlo, padecía de una ceguera muy severa, la peor de las cegueras, la del amor.

Como el pueblo pedía justicia, se hizo justicia, pues no estaba el país para farolillos.

A la princesa, los tribunales del país la penalizaron por tonta, encerrándola en la torre del palacio, por largos años, más que nada para que aprendiera a distinguir lo blanco de lo negro. Ella, a pesar de todo seguía muy enamorada.

Y al guapo, y pícaro, marido de la infanta le condenaron a devolver lo ganado fraudulentamente, y a cortarle las manos  por mangante, después sin piedad, lo arrojaron a los fosos del palacio, donde nunca más pudiera hacer ningún negociete, como no fuera con las ratas.

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Y colorín colorado este cuento se ha acabado.


NOTA. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.