jueves, 19 de agosto de 2021

AYER PASE POR MÍ CASA

 

 

Después de muchos años de habitar en otras tierras, de pasear por otros parques, de admirar otros paisajes, de escuchar otros acentos, y de confraternizar con otras gentes, después, mucho después, regresé a mi tierra, a la ciudad que me vio nacer. Una ciudad hermosa y rica, no en riqueza material, sino en riqueza cultural, es decir en historia. La ciudad donde nací, fue Córdoba, llamada “romana y mora” pero fueron muchas las civilizaciones que pasaron por estas tierras. Y como suele ocurrir siempre, todas dejaron reductos de un pasado glorioso. A todas esas huellas  las llamamos “historia”.

Por suerte hay cosas que el dinero no puede comprar, y una de ellas es la historia. La historia se tiene o no se tiene, ni se compra, ni se vende. Con la historia pasa como con los recuerdos que están dentro de nosotros para siempre, nadie nos los puede arrebatar, ni sacar de nuestra mente, son exclusivamente nuestros e intransferibles. Es cierto que de un mismo hecho cada persona tiene un recuerdo distinto, algunas veces son coincidentes pero otras muchas no, es muy común, que cada persona recuerde el mismo hecho desde su percepción. También es muy cierto que cuando somos niños todo lo magnificamos, después con el paso de los años, lo vemos de muy distinta manera, a mí personalmente me ha ocurrido.

Tras descansar del largo viaje, y después del desayuno, un café bien cargado, y una rica tostada de pan con aceite, el cual saboree como el mejor manjar del mundo, respiré hondo y me sentí feliz por haber retornado a mi tierra, a mis raíces.

Ya durante el desayuno, se fueron avivando mis recuerdos como brasas azuzadas por soplillo, estaba inquieta, no podía perder ni un minuto más, tenía que terminar y salir a la calle sin más preámbulos. Tampoco tenía demasiado tiempo, había querido venir sola, pero mi familia y mis obligaciones laborales en otro país me reclamaban, aunque estaba a punto de jubilarme, aun tenia obligaciones ineludibles que cumplir. Tenía pues que darme prisa si quería que mi cuerpo y mi mente se encontraran con la Córdoba que yo recordaba, necesitaba a toda costa rememorar el pasado, antes de olvidarlo definitivamente. Era algo que por alguna razón sentía que me urgía hacerlo y pronto. Quizás era un mal presagio, o quizás solo era añoranza, lo cierto es que había seguido mis impulsos, y aquí estaba yo en mi Córdoba sola con mis recuerdos, en la ciudad que me vio nacer, y la ciudad de mis ancestros.

Salí del moderno hotel donde me alojaba, donde estuvo el antiguo “Hotel Palace”, mucho más bonito por dentro que por fuera, todo hay que decirlo. Del hotel, a la que fue mi casa, solo había un agradable paseo y yo estoy acostumbrada a andar, y hacerlo por mi ciudad después de tantos años era un verdadero placer. Atravesé todo el centro y me dirigí hacia la Plaza de Capuchinos, estaba igual de austera y bonita que siempre, la crucé y la saboree andando despacio rememorando antiguos paseos. Baje por la Cuesta del Bailío a  la que fue mi calle.

 

En el lugar donde estuvo mi casa, habían hecho un hotel, “Hotel Alfaros” ponía en su rótulo, no podía ser de otra manera estando en la calle Alfaros. Interiormente me derrumbé, me encontré tan mal que tuve que entrar en el hotel y buscar el bar, me senté y le pedí a una atenta camarera que por favor me sirviera una tila. Poco a poco me tranquilice en parte por la tila, en parte porque fui recapacitando, y adaptando mi mente a la realidad. Lo que yo había pretendido no era normal, había estado engañándome a mi misma durante los últimos años, queriendo creer que todo iba a estar igual que cuando nos fuimos mi familia y yo.

Como he dicho antes, por alguna razón que se me escapa, había sentido la necesidad de reavivar  mis recuerdos antes de mi último adiós, pues tenía la certeza de que aquella sería la última vez que pisaría mi tierra, no me pregunten por qué pues no lo sé, llamémosle premonición.

La chica desde que entré se dio perfecta cuenta de mi estado de ánimo, se me acerco muy atenta y me dijo si no prefería sentarme en la terraza del patio, que era mucho más agradable y fresca, le di las gracias por ser tan atenta y seguí su consejo, deje los hermosos y elegantes salones. Me dirigí hacia donde me había indicado la joven. El patio era moderno con una bonita piscina o estanque no me fije demasiado, el patio rodeado de numerosos macetones de barro de grandes dimensiones que albergaban hermosas plantas de diferentes variedades, algunas de ellas también las teníamos en mi casa. El toque verde le daba al espacio un toque de armonía y frescor de lo más agradable. Las mesas y los sillones eran modernos y cómodos, de fondo una suave melodía, inspire hondo, y empecé a sentirme a gusto, y ya más relajada, comencé a recordar sin rencor.

Con la imaginación, traté de ubicar en qué lugar de esta nueva casa podrían haber estado las antiguas habitaciones de mi casa, y como no los patios, tan distintos a este tan perfecto y cuidado, aunque en su sencillez no eran menos agradables. En mi casa había cuatro familias que compartían la casa. Querer ubicar el sitio exacto de las antiguas dependencias era tarea  ardua de la que desistí rápidamente, pues me di cuenta de que el hotel no solo estaba ubicado en la que fuera mi casa, sino que había sido ampliado varias veces en terreno de varias de las antiguas viviendas de vecinos, e incluso de lo que fue el huerto de Santa Marta. Luego era una tarea imposible, desistí y me conforme con retroceder en el tiempo.

Los recuerdos se me amontonaban queriendo salir todos de golpe. Por unos momentos pensé que no sería capaz de ir por orden pero de pronto llegó hasta mí un delicioso olor a carne, que enseguida clasifiqué como el del “rabo de toro” que hacia mi madre, o la de “carne de ternera o gallina en pepitoria”, que así le llamaban en aquella época. El delicioso olor me transportó a la cocina de mi casa, aquella gran cocina de la que recuerdo como salían voluptuosas humaredas perfumadas de intensos olores a diversas especias, que ponían en movimiento las glándulas salivares. Otro de los gratos recuerdos eran los murmullos de las conversaciones de las mujeres contándose sus cuitas. Los bonitos delantales que usaban, confeccionados por ellas mismas, con restos de telas armonizando los colores, (por encima de todo, la coquetería femenina).

 

El pozo de agua cristalina de donde se sacaba toda el agua para lavar, guisar y regar los patios. El sonido que las mujeres hacían al restregar una y otra vez la ropa. El olor del jabón y de la lejía, la suavidad del agua, la espuma que se iba formando con la que jugábamos. Los negros trozos de carbón que ponían en los huecos de los fogones donde se hacia la candela, ayudándose de un soplillo que avivaba la misma, transformándolos de un negro intenso a un rojo vivo, para más tarde transformarse en un gris mate y mustio. Sobre ellas se iban haciendo las comidas. Todo el laborioso proceso se hacía entre risas, conversaciones acaloradas y los susurros de las  confidencias entre féminas. De fondo los gritos y voces de los niños jugando en los patios.

 

Como si se tratase de un documental antiguo visualice en mi mente el comedor, aquel sitio acogedor donde pasábamos muchas horas sobre todo en los largos inviernos.

Aquella mesa cuadrada de madera oscura, seis sillas compañeras, un aparador con espejo, y un par de mecedoras de “rejilla” ese era todo el mobiliario, por otra parte suficiente. Encima del aparador vi un frutero de cristal tallado de color verde y unas tazas de porcelana finísima, que a mí me encantaban y que mi madre guardaba como oro en paño pues eran herencia de la suya, y no quería que se rompieran ya que formaban parte de sus recuerdos. Ahora la comprendo mejor, era la huella tangible de su pasado, lo único que le quedaría cuando la memoria le fallase.  

Desde el hermoso ventanal del dormitorio de mis padres, donde me gustaba asomarme, veía el cielo, y los tejados de la parte más baja de la casa, y a los perezosos gatos que se encajaban entre las tejas para dormitar, otros observaban atentos a la caza y captura de algún pequeño ratón, o rondando a las gatas en época de celo.

Las lagartijas se paseaban a sus anchas por tejados y paredes. Los pájaros deambulaban buscando también su sustento entre las pequeñas hierbas frescas que brotaban entre los huecos de las tejas.  Cuando algún gato se acercaba sigiloso hacia ellos, estos alzaban el vuelo en estampida sin ser alcanzados.

Cuando los niños jugábamos en los patios cuyo suelo era de cantos rodados, entre las piedras podíamos seguir el itinerario de las filas de hormigas hasta llegar a su hormiguero.  En aquellos suelos había toda una fauna para distraer nuestra curiosidad, podíamos ver a las que llamábamos comúnmente “mariquitas” rojas con lunares negros. y las “marranitas” eran grises y al rozarlas se hacían una bola, y los “cortapichas” o “nazarenos” sus nombres científicos no nos interesa ya que no figuran en el libro de mis recuerdos. Nuestra curiosidad  iba en aumento a la vez que aumentaban nuestros años.

En los veranos era costumbre sacar cada vecino su cómoda silla de enea, para sentarse en los patios, a disfrutar de su frescor, pues al atardecer todos los días era obligatorio su regado. La noche en el patio principal después del largo y caluroso día era mágica para mí que siempre aprendía muchas cosas. Animado por las improvisadas tertulias con división de opiniones que eran la sal del debate, con lo que resultaban ser muy amenas. Mientras los niños y niñas de la casa jugábamos a la vez que escuchábamos atentas algunas conversaciones que nos llamaban la atención, con esa capacidad que tienen los niños para “estar en misa y repicando” como decía mi madre.

En verano, mi madre llenaba un baño con agua del pozo y lo ponía al sol en el patio durante unas horas, cuando pasaba la siesta ya era la hora del baño, y os puedo asegurar que el agua estaba a la temperatura perfecta para un baño tan relajante como cualquiera de los que ahora disfrutamos.

No menos agradable era el baño en invierno, éste se hacía en la habitación que tuviera más espacio. Mi madre ponía una olla grande en la candela, cuando a punto de hervir la vaciaba en el baño, añadiendo agua fría hasta conseguir la temperatura adecuada. Todavía puedo sentir el olor tan agradable y duradero que dejaba en mi cuerpo, el jabón “Heno de Pravia” con el que me enjabonaba mi madre. Ella tenía la costumbre de calentar la ropa interior en el brasero, sobre unas enjugaderas de mimbre, los días de mucho frío, y además de calentita estaba perfumada, pues mi madre se encargaba de echar sobre las brasas un puñado de alhucema, nombre árabe, también llamada Espliego o Lavanda. Cuando salía del agua con las yemas de los dedos arrugaditas, y ella me secaba amorosamente, como sólo una madre sabe hacerlo,  me ponía la ropa caliente e impregnada de aquel olor tan agradable que ha perdurado a través del tiempo.

 

Ya más tranquila decidí salir a la calle, no sin antes dar las gracias a la amable y guapa señorita que tan amablemente me había atendido. Camine en dirección hacia mi antiguo colegio donde aprendí y pase grandes momentos de mi vida. Baje por la calle San Pablo, a San Andrés, pasé y entre, en la conocida como “La casa Encantada” como le llamábamos por su leyenda, pero en realidad es “La casa de los Villalones” su magnífica fachada de estilo renacentista, ha sido recuperada para disfrute del pueblo. Detrás de ella un bonito jardín y la también restaurada Sala Capitular del convento de San Pablo, cruzándolo, salí a la calle Carreteras. Seguí por calle Almonas hasta San Pedro, una de las muchas iglesias fernandinas en Córdoba del siglo XIII que como tantas fue levantada sobre una mezquita, que a su vez se levantaron sobre templos visigodos. Esta Iglesia era a donde nos llevaban las monjas muy a menudo, sería sin duda por su cercanía.

Enseguida estuve en la plaza del colegio, me senté en un banco a contemplarla, en verdad que era hermosa, el colegio estaba en la antigua casa de los Aguayo, “Las Francesas” era el nombre del colegio, ahora se llama “De La Sagrada Familia”. La Plaza de Aguayos, preciosa plaza con una talla de San Rafael rodeada de una bonita reja, la plaza tiene varias casas solariegas o palacetes del siglo XVI, de estilo medieval y renacentista.

Me vi a mi misma saliendo del colegio con mis amigas hablando sin parar, como avecillas volando libres, sintiendo la vida rebullir en nuestros jóvenes cuerpos, rebosantes de alegría, aun no teníamos edad para pensar en el futuro. En estos pensamientos estaba cuando comenzaron a salir del colegio las chicas llenando la hermosa plaza de voces y risas ¡dios mío! Se me estaba pasando la mañana sin darme apenas cuanta. Por un instante me sentí niña otra vez. Era como si no hubiera pasado el tiempo. Por aquellas calles se iniciaron mis primeros coqueteos, con la inocencia que se tiene a esas edades, el despertar de algo que está cambiando dentro de nuestro cuerpo, y no sabíamos muy bien que era, pero nos atraían las miradas de los chicos, y a ellos les pasaba lo mismo. Era la vida en forma de hormonas que estaban en plena ebullición.

Cuando termine de cursar mis estudios, pronto encontré un buen trabajo el cual me ha llevado por diversas ciudades y países. Conocí al hombre del que me enamore y que hoy es mi marido tengo tres hijos, por diversas circunstancias nunca volví a mi tierra, hasta  ahora que sentí  una imperiosa necesidad de volver al pasado, y me dejé llevar por la absurda idea de que todo estuviera igual.

Solo he conseguido rememorar algunos recuerdos que servirán para mitigar mi añoranza, la misma que me ha impulsado a venir, y comprobar que la vida cambia siempre en todos los lugares.

Me paseé por todo el entorno de la Mezquita y entré en ella, allí siempre se respira una paz inigualable. Entré para perderme por su bosque de altaneras columnas. Respiré su pasado y me sentí como el árabe que visita su casa, en cierto modo también era la mía, ya que entre aquellas paredes me paseé e incluso jugué muchas veces. Recordé muchos y bonitos momentos, pero algo me decía que era la despedida definitiva. Me alegré de haber regresado, solo por volver a ver esa maravilla ya merecía la pena.

 

Dando por terminada mi visita turística, camine despacio hacia el hotel pues ya el cansancio y las emociones habían hecho mella en mí. La ciudad esta preciosa, y me siento orgullosa de haber nacido en este lugar, pero ya no es la que yo recuerdo, y mi casa, aquella humilde casa de vecinos, en la que fui tan feliz, ya solo está en mi mente y morirá conmigo,  ya nada me retiene aquí.

 

En este viaje he comprendido por primera vez la frase de “El pasado, pasado está” es cierto, nunca lo podremos recuperar, estará en nuestra mente mientras tengamos memoria, pero nunca vuelve, sólo es eso, pasado.

 

 

 

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