LA CARTA.
Sentada en un banco del parque, trato de leer, pero algo ha
llamado mi atención y me distraigo. En el banco de enfrente, una mujer de unos cuarenta y cinco aproximadamente. Su extraña actitud ha captado mi interés.
En sus manos, sostiene una carta abierta,
la mira como si la estuviera leyendo, mueve la cabeza de un lado a otro, como
si no creyera lo que está escrito en ella. De repente alza la cabeza, su rostro
totalmente inexpresivo, y su mirada se
pierde no se sabe dónde. Vuelve a centrar su atención sobre las líneas escritas
en el pliego blanco, y vuelve a mover una y otra vez la cabeza, como no dando
crédito a lo que está leyendo.
Hago como que estoy centrada en la lectura pero no consigo
apartar la mirada de ella, que a su vez me ignora completamente. Esta
totalmente ausente. Su rostro refleja tristeza e incredulidad, y resignación, pero
no odio, ni indignación.
Yo estaba cada vez mas intrigada. ¿Qué le ocurriría? Estuve
tentada de acercarme y preguntarle si podía ayudarla en algo, pero no me atreví,
no sabía cómo se lo podía tomar, y puede que fuera contraproducente. Decidí no
hacer nada, y estar alerta por si acaso me necesitara, pues su actitud de
indefensión, me hacía presagiar que se encontraba muy mal.
Muchas cosas pasaron por mi mente ¿Habría tenido malas
noticias de algún familiar enfermo, o accidentado? ¿Quizás su marido o
compañero la habría dejado por otra? ¿Sería víctima de malos tratos? no sé, no sé, pero lo que fuera debía de ser
grave, cuando la pobre mujer, no daba crédito a lo que leía una y otra vez.
Después de casi dos horas en la misma posición y actitud, la
mujer se levanto con lentitud, como si le costara trabajo moverse, y echo a
andar lentamente, con los brazos caídos y la cabeza baja. Yo la seguí con la mirada, de
pronto dejo caer la carta que tanto la había apesadumbrado, y siguió andando
casi arrastrando los pies, como si de un zombi se tratara. Cuando se alejó, me
acerque al sitio donde cayó la carta, la recogí, con remordimiento, pues pensé
que no tenía ningún derecho a fisgar en algo que no me incumbía, aun así no
pude contener mi curiosidad. “Mea culpa”.
Volví a sentarme en el mismo sitio, con la carta en mis
manos, para mi sorpresa el texto era sumamente escueto, comencé a leer:
Estimada señora De la
Torre, lamentamos enormemente comunicarle que después de veinticinco años
trabajando en nuestra empresa nos vemos en la dolorosa necesidad de prescindir
de sus servicios, dado la mala situación por la que la empresa está atravesando.
Por lo que le rogamos que el próximo lunes no se presente para ocupar su puesto
de trabajo, ya que este que ha sido ocupado por una becaria. Le mandaremos a su
casa el finiquito.
Atentamente la
empresa.
Me quede de una pieza. Pobre mujer, tantos años, y la
despiden con unas escuetas y frías líneas, sin más explicaciones, sin unas
palabras de ánimo o aliento, de consuelo, de esperanza en que pronto se
arreglarían las cosas y todo volvería a la normalidad. Nada, nada, la habían
tratado igual que a un papel inservible, arrugándolo antes de echarlo a la
papelera, o como si fuera un viejo mueble, que se tira por que sea quedado
obsoleto o nunca hubiera existido.
Ahora me sentí identificada con la decepción de la mujer
desconocida.
Por sus gestos de incredulidad y derrumbe, supe que aquella
pobre mujer no tenía nada donde agarrarse, y lo que es peor, a nadie, por quien luchar. En tiempos de
crisis y a su edad pensaría que el mundo se había hundido bajo a sus pies.
Realmente me sentí muy mal, por la situación de aquella
desconocida, y por no haber sabido resistir
la curiosidad, pues sabía que mi mente tardaría un tiempo en olvidar el
problema de esa mujer, a la que ni siquiera conozco, pero sentí su problema
como mío. —Creo que eso se llama “empatía”—.
Regrese a mi casa cabizbaja, maldiciendo muchas cosas,
muchas.