ATRAPADOS
Andrea, una chica joven y resuelta, salió de su casa a las
siete y media de la mañana para ir a su trabajo. Éste estaba en el centro de la
Gran Vía, en la décima planta de un antiguo edifico restaurado. Primero tuvo
que coger el metro y esperar unas cuantas paradas. Con los años ya le había
cogido el punto y llegaba siempre puntual sin tener que correr demasiado.
El edificio estaba ocupado solo por grandes oficinas de
importantes empresas. En el ascensor casi siempre se encontraba con los mismos
empleados, aunque de distintas secciones y oficinas. Aquel día, entre
comentarios y risas de los pequeños grupos que se formaban a diario, ocurrió algo.
El ascensor se paró entre planta, planta. En realidad nadie le dio la menor
importancia, no era la primera vez que pasaba, siempre eran unos segundos o
pocos minutos, -mejor, así podían seguir
con la animada charla en la que estaban
inmersos- pensaron casi todos. Al
rato alguien se percató de que había pasado más tiempo del habitual, en estos
casos.
Andrea, dijo:
-No os parece que
están tardando mucho- todos contestaron al unisonó:
-Desde luego que sí.
-Pero no preocuparse -dijo
Carlos- ya no pueden tardar.
Siguieron con sus animadas conversaciones. Al rato, de nuevo
fue Andrea la que advirtió a los demás que había pasado demasiado tiempo, ya
llevaban cerca de una hora encerrados, sin duda los habían echado de menos y
estarían tratando de arreglar la avería, seguro que esta vez era más complicada
que las demás, en las que solo duró unos pocos minutos.
Siguieron hablando como si nada, pero de vez en cuando, todos
miraban el reloj. Y sus caras, antes animosas se iban cambiando por otras de cierta
preocupación. Pasó otro rato entre charlas. Marina, fue la primera que confesó
que estaba asustada, a la que siguieron otras voces. En el grupo, había un
joven de unos treinta y tantos, que no decía nada, pero todos se dieron cuenta
de que hacía rato que su cara había empalidecido y se frotaba las manos a
menudo dando claras señales de nerviosismo. Otra chica, Laura le pregunto:
-Te encuentras bien
Álvaro. Éste los miro a todos y con
apenas un hilo de voz dijo:
-Es que sufro de claustrofobia.
Todos se miraron sin saber que decirle, pero dándose cuenta
de que tenían un problema.
A medida que pasaban los minutos, que a ellos les parecían
horas, iban perdiendo los nervios. Álvaro con la cara desencajada, se dejo caer
hacia el suelo. Andrea saco de su maletín unos portafolios y comenzó a
echarle aire. Carlos, el señor de más edad, comenzó a hablar, -mirad en estos casos es mejor respirar hondo para tranquilizarse, seguro
que ya no tardaran mucho, vamos a relajarnos y a pensar en cosas agradables-.
Hubo un largo silencio.
Había pasado algo más de una hora, el chico más joven
Alejandro, sin decir nada comenzó a dar gritos:
–¡Socorro, socorro,
ayuda, ayuda! a la vez que golpeaba con fuerza la puerta.
Claudia, la chica pelirroja y pecosa, dijo:
–No te canses no nos
van a oír, y además gastaremos más oxigeno, será mejor estar callados un rato.
-Lleva razón -dijo
Carlos-.
Al rato, Álvaro el chico claustrofóbico, comenzó a patalear gritando
descontrolado:
-¡¡Quiero salir de
aquí!! ¡¡Quiero salir de aquí me estoy ahogando!! –Decía sin poder contener
el llanto por más tiempo-.
Claudia, la pelirroja, que al parecer era la que tenía más
dominio de la situación, se agacho, le cogió las manos y le dijo:
-Mírame a los ojos, y
respira por la nariz profundamente, retienes el aire unos segundos, y lo
sueltas lo más lentamente que puedas, y así sigues unos minutos, veras como
poco a poco te vas serenando, y no te preocupes que no estás solo.
La chica tenía cierto dominio y trasmitía serenidad. Todos
copiaron el sistema apuntado, y por un rato se calmaron. Nadie hablaba, todos
estaban inmersos en sabe dios que pensamientos.
De pronto el joven Alejandro empezó hacer preguntas: -¿Y que pasara si tardan mucho y se nos
acaba el aire? somos muchos.
–No pienses en eso, ya
no pueden tardar –dijo Carlos-.
-Eso dijo usted hace
más de una hora y media– dijo Marina-.
-Llevas razón pero
tampoco es para tanto, tranquilizaos, que ya veréis que pronto lo solucionaran.
–otra vez era Carlos el que hablaba-.
Al rato, Álvaro balbuceo unas palabras apenas perceptibles
por los demás, que enseguida lo miraron, y todos pudieron ver como vomitaba
sobre sí mismo, sentado en el suelo lleno de vómito, daba pena:
-Dios mío, lo que
faltaba, y ahora que hacemos –esta vez fue Marina la que habló.
Antes de que nadie dijera algo, Claudia, la chica pelirroja,
se agachó y saco pañuelos de papel para ir limpiándole la boca lo mejor que
pudo, saco también una pequeña botella de agua, y consiguió que el, chico aún
mareado, consiguiera beber un poco.
–Dejadme más pañuelos
que tapemos en lo posible el vómito, con el fin de amortiguar el mal olor, de lo contrario vomitaremos todos
–les dijo Claudia a los demás que la miraban asombrados de la rapidez y
naturalidad, con la que había actuado-.
Los minutos pasaban y todos daban signos de cansancio, de
pronto el ascensor se movió un poco:
-¡¡Ya, ya!!- gritaron
todos al unisonó, con alegría y un gran suspiro de alivio.
Sin embargo otro largo rato pasó, pero ya estaban un poco
más tranquilos pues sabían que estaban haciendo lo posible por sacarlos de
allí. De pronto el ascensor empezó a bajar, pero a un ritmo acelerado, se
miraron espantados, y gritaron todos a la vez, desesperados apretaban los
botones de todas las plantas, pero era inútil no se paraba, al contrario bajaba
cada vez más rápido, en unos segundos el pequeño habitáculo era un caos, todos
menos Claudia, que solo apretaba los parpados, y cerraba los puños como
esperando el tremendo desenlace. Los demás chillaban, lloraban, se abrazaban:
¡¡No quiero morir, no quiero morir!! -Gritaba
el Joven Alejandro, a la vez que los demás también gritaban-.
De pronto, una fuerte sacudida y el ascensor se para en
seco. Todos desparramados unos encima de otros, quedaron en el más absoluto
silencio, expectantes, sin atreverse a mover ni el más mínimo musculo, luego de
nuevo comenzó a moverse, pero esta vez a ritmo normal. Se paro en la 1º planta
y se abrieron sus puertas, todos salieron a estampidas, a excepción de Claudia
la chica pelirroja que ayudó a levantarse y a salir a Álvaro.
Aquel día Andrea llego hasta su casa, pensativa y cabizbaja,
al cerrar la puerta de su piso se dejo caer hacia el suelo y comenzó a llorar dando
rienda suelta a toda la tensión vivida aquel día.
Los días siguientes cuando se veían por los pasillos, se
miraban y se sonreían con cierta complicidad, pero también un poco avergonzados
por que todos perdieron la compostura ante el miedo.
Ni que decir tiene que Álvaro nunca más volvió a subir en
ascensor.