El ocho de septiembre se celebra en Córdoba la feria de la Fuensanta, más conocida como “La Velá “. El Santuario data de la segunda mitad del siglo XV.
El origen del santuario es el de siempre en aquellos tiempos, (como dice Forgues, alguien vio algo….) un “caminante” promulgo, que se le había aparecido la virgen,( bueno también que le había hablado) según él le recomendó que bebiese agua del manantial y le llevara a su mujer e hija que estaban enfermas, dicho y hecho, a los pocos días toda Córdoba sabía que (según él claro), las dos se habían curado (y es que no hay nada como el boca a boca para difundir una noticia, es el método más antiguo y más barato de toda la historia).
Y qué casualidad que a los pocos meses, un ermitaño que estando bebiendo del manantial milagroso, dijo le había sido revelado como por arte de magia, que en el tronco de una vieja encina se encontrarían una imagen de la virgen, (según el ermitaño) abrió el tronco y “voilá” allí estaba con niño y todo. Como en aquella época había mucha necesidad de creer en milagros, la iglesia ayudaba a fomentar esas creencias (para su propio provecho, claro está), dejaba que corriera el rumor y que fuera el propio pueblo quien pidiera un santuario para la virgen (que conociendo el paño) saldría de los donativos de los fieles, y de los no tan fieles, de los que decían, no creo pero por si acaso. Hay constancia de que en 1494 ya estaban terminadas las obras, de un hermoso santuario cercano al rio Guadalquivir, de estilo gótico-mudéjar, siendo restaurado en diversas ocasiones, con estilos como el barroco y el neogótico.
Dejando a un lado la historia, paso a la relación que me une a esa parte de Córdoba muy querida para mí.
La feria de la Fuensanta llamada popularmente “La velá “, tiene para mí muy gratos recuerdos, sobre todo de mi niñez. Mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí, ya que mi padre no era muy dado a esas representaciones, sobre todo si estaba de por medio la iglesia, que eran todas, la verdad es que mi madre tampoco lo era, pero más consciente de la situación procuraba que nosotros ”disfrutáramos“ y no notáramos nada, y mucho más importante, se cuidaban mucho de no tener conversaciones referentes a la situación en el país, delante de los hijos, pues a cualquiera de nosotros se nos podía escapar cualquier cosa en colegio o en la iglesia, y para que queríamos mas. Sin embargo, siempre oíamos algo sobre todo yo, que me encantaba escuchar las conversaciones de los mayores de las que aprendía tanto, y nunca puse en aprietos a mis padres “algunos niños deben de tener un sexto sentido” creo que yo lo tenía.
Volviendo a la Velá.
Normalmente, se reunían varias vecinas con sus correspondientes hijos, de tal manera que nos juntábamos muchos críos de distintas edades, con lo cual la diversión estaba asegurada.
Como en aquella época nuestras opciones de divertimiento eran más que limitadas, aquello significaba además de salir de la rutina, todo un lujo, del que no desaprovechábamos ni un solo minuto naturalmente.
Se visitaba la iglesia, el pocito, que estaba cubierto por un templete y lo más interesante para los críos era sin lugar a dudas el famoso caimán, y su historia, que mi padre nos contaba a petición mía una y otra vez. A mi padre le gustaba mucho contarnos historias por la noche antes de dormirnos, y yo era su más ferviente escuchante.
La leyenda del caimán era simple, aunque como todas las leyendas siempre hay varias versiones, la más conocida era, que en unas de las muchas riadas que por aquella época ocurrían en todas las ciudades -pues no estaban preparadas para tanto caudal de agua-, la cuestión es que, un día alguien vio al enorme animal y dio la voz de alarma, toda la ciudad se conmociono, y naturalmente cundió el pánico, nadie se atrevía a acercarse al rio a pescar como era la costumbre, algunos, los más intrépidos, cuando terminaban la faena, le dedicaban un buen rato a rastrear con palos en las orillas, sin ningún resultado, hasta que un buen día, apareció por aquellos contornos, un forastero, con una pierna de madera que al escuchar la historia se juro así mismo que el daría con el intruso, se armó de paciencia y acompañado de una gruesa cuerda, y un pan “abogáo” como se le decía a lo que ahora es pan de pueblo, en definitiva un pan grande redondo, después de varios días por fin localizó al saurio y usando la inteligencia, que es lo único que nos hace diferentes, de los animales, puso en marcha su estrategia, que no era otra que lanzarle el pan, y que este al ser tan grande le quedaría atravesado en la boca, momento que el aprovecharía para atarlo, y darle muerte.
Seguramente otras personas lo recordaran de otra forma, pero así es como mi padre me lo contaba y así quiero recordarlo y contárselo a mis nietos. Nadie sabe si es verdad o mentira, pero las cosas populares de pasar de boca en boca se hacen historia.
En la galería porticada, que daba a un hermoso patio, se encontraba colgado de sus paredes el famoso caimán, muy deteriorado por el paso del tiempo, también había algo que a mí me daba miedo, le llamaban “exvotos” eran camafeos con retratos, piernas y brazos de plata colgados de lazos de distintos colores. Los niños preguntábamos, qué era aquello, qué significaba, algunas decían que eran milagros de la virgen, otras que con las fotos de sus seres queridos allí, la virgen los protegería, la verdad que había división de opiniones, pero a mí me daba aquello un repelús que “pa” que.
Una vez hecha la visita protocolaria, nos paseábamos por los alrededores de los puestos de frutas, higos chumbos, manzanas caramelizadas, el algodón súper pegajoso y las famosas campanitas de barro blanco, con las que volvíamos a casa martirizando nuestros oídos y los de los demás. Rara vez nos podían comprar alguna golosina, pero como estábamos acostumbrados a ir a ración de vista no pedíamos nada, ya era un lujo la campanita. Y tan contentos.
La zona de la Fuensanta también fue zona de juegos en las tardes de primavera por estar cerca de nuestra casa. Las madres nos llevaban “de merendilla” como se decía coloquialmente, el motivo era que pudiéramos jugar en el llano que hay delante de la iglesia, ellas se sentaban en los bancos, que todavía existen, se llevaban algo de costura pues siempre tenían algo que “remendar” palabra que ya no se usa ni mucho menos se “remienda” antes toda la ropa se arreglaba, se bajaban los falsos de los pantalones, conforme iban creciendo los niños, y a las faldas de las niñas: en esos tiempos no usábamos pantalones las niñas, ni las mujeres, de las clases bajas, pero si en las altas esferas, muchas ya se atrevían a romper moldes, y empezaron a usar el pantalón, a cortarse el pelo a lo garzón, moda que venía de Paris, a acortar los vestidos, y a ir a las Universidades. Pero esos privilegios nos estaban vetados a la clase obrera. Las mujeres de clase media y baja, tenían que coser mucho para aprovechar las pocas ropas de las que disponían para vestir a sus maridos e hijos, abrigos y chaquetas eran vueltos del revés cuando estaban deslucidos, por las hábiles manos de sastras a un módico precio, los calcetines todos pasaban por el famoso huevo de madera maciza para ser zurcidos sus agujeros y pudieran aguantar otro poco, mientras que las madres cosían, niños y niñas jugábamos en el llano no sin antes comernos la merienda que consistía la mayor de las veces en pan con chocolate, o pan con aceite. Al atardecer antes de que anocheciera volvíamos a las casas cansadas de tanto correr y brincar, pero muy felices.
Esos son mis recuerdos de LA FUENSANTA.