Estaba sentado sobre una gran piedra, su vista se perdía
entre cerros y valles, el cielo lucía bellas nubes, que formaban extrañas
figuras en su recorrido. Él había pasado su vida entre esos parajes, y nunca le
había importado. En realidad siempre se había sentido un hombre feliz, dentro
de su sencillez. Cuidaba de sus ovejas y
perros, y recorría con ellos los campos, durante las cuatro estaciones. Tuvo una
mujer con la que convivió en armonía, hasta que dejó este mundo, pero nunca
sintió por ella la pasión del verdadero amor. También tuvo un hijo, al que adoró,
pero que no pudo retener, y cuando fue lo suficiente mayor, se marchó por esos
mundos de dios, y nunca supo que fue de él. A pesar de todo, no fue del todo
infeliz, aceptó lo que la vida le había destinado, con la resignación que da la
ignorancia, o quizás, la sabiduría natural.
Ahora, en el ocaso de su vida, estaba triste y meditabundo. Pensaba
que había tenido una vida demasiado vacía de contenido, o insulsa. Apenas
aprendió a leer, y escribir, pero podría haber escrito bellos relatos sobre
naturaleza, ya que entre ella y él, había un vínculo muy especial de respeto y
admiración mutua. Él sabía de naturaleza más que cualquier entendido. Con solo mirar
al cielo ya sabía el tiempo que iba hacer. Y la hora que era, sin necesidad de
llevar reloj. Intuía cuando iba a ser un año de sequía o de grandes lluvias. Sabía
hacerse entender por los animales, sin hablar, aunque a veces sí que había un
monólogo de él, con ellos que seguían en lo suyo, pero sobretodo, hablaba
mentalmente consigo mismo. Alguien le regaló una vez un transistor, para que no
se sintiera solo en la montaña, pero apenas lo usó, prefería el rumor de las
aguas, en su transcurrir por el arroyo. El canto de los pájaros. El silbar del
viento. Las grandes tormentas sus truenos y relámpagos. Los ladridos de sus
amigos los fieles perros. El balar de las ovejas. El croar de las ranas. Y
sobretodo el silencio para sus más íntimos pensamientos. Porque pensar si que
pensaba, a eso no se enseña, se aprende solo.
Las cabras, y los perros, eran sus abnegados y distraídos escuchantes,
cuando alguna que otra vez hablaba con ellos en voz alta, como si estos, lo pudieran
comprender. Nunca echo de menos un diálogo,
o una disputa, con un igual, aunque alguna que otra vez alguien pasaba por
allí, y cruzaban algunas palabras. Él se acostumbro a esa vida, y nunca
ambiciono otra cosa que no fuera su espacio de aire libre, y puro. Disfrutaba viendo
crecer la hierba, y las pequeñas flores. Disfrutaba cuando en los cambios de estaciones cambiaba paulatinamente el tono del paisaje, de los colores verdes de la primavera, por los dorados del estío. En las
noches calurosas, mirar el firmamento, y extasiarse con los millares de estrellas,
y distinguía los planetas sin saber su nombre. El cambio de los marrones del
otoño, a los inmaculados blancos del invierno. Cuando éste llegaba se veía
obligado a permanecer largos días en su humilde casa al calor de la candela,
entretenido en hacer arreglos de
herramientas, propios para su pequeño huerto, con el que se abastecía. Y pasaba
largos ratos mirando tras el ventanuco caer la nieve, que envolvía con su manto
todo el entorno.
Conocía las plantas, y recolectaba las que por tradición de
padres a hijos, tenían beneficios saludables. En su casa, siempre había grandes
manojos colgados de poleo, manzanilla, o romero. El nunca había estado enfermo,
solo algún que otro catarro, sin importancia, que se curaba con las infusiones
de tomillo y eucalipto. Su sana alimentación y el aire puro que inundaba sus
pulmones, lo mantuvieron en perfecto estado de salud, a pesar de sus muchos
años.
Por qué, entonces llevaba un tiempo, en el que se sentía
incomodo, por primera vez en su vida. Acaso con los años le pesaba la soledad. O
acaso intuía que estaba llegando a los últimos momentos de su larga y tranquila
vida. En realidad no le importaba lo aceptaba con la misma naturalidad con la
que había vivido. Pero su único pesar era no haber sabido nunca que le paso a
su hijo, por qué, nunca dio señales de vida, el lo quería, y su hijo le dijo
que le escribiría y que volvería. Habían pasado tantos años sin noticias, que
la esperanza de su vuelta era cada vez más irreal, y el tiempo, su tiempo, se
agotaba.
Pasaba largas horas sentado en su piedra, meditando. Y así
lo encontraron una tarde de frió invierno doblado sobre sí mismo, y frío como
el hielo. Sus perros sentados a su alrededor, queriendo calentarlo, y con sus
cabezas echadas sobre sus pies, fieles como siempre, ellos fueron realmente los
únicos amigos de verdad, que había tenido.
El hombre que no sabía
demasiado, ¡¡o sí!!