NECESITO UN ABRAZO.
Manuel, había sido un hombre sencillo, podríamos decir un
hombre normal, había tenido lo suficiente para vivir y mantener a su familia con
dignidad, gracias a su trabajo de maquinista de tren. Se crio y vivió en
Madrid, se caso con Rosa de la que se enamoro a primera vista, tuvieron cuatro
hijos, dos hembras y dos varones, a los que pudo darles unos estudios, no sin
algún esfuerzo, y sacrificio eso sí.
Su esposa Rosa, una mujer guapa, sencilla y muy trabajadora,
aunque eso sí, con mucho carácter, con lo cual llevo las riendas de la casa con
mano firme. Se puede decir que fueron un matrimonio feliz, con los problemas
normales de una larga convivencia. Sus hijos: el mayor es un cirujano de éxito en
Barcelona. La segunda ejerce de médico de familia en León. La tercera es
maestra en un pequeño pueblo de Asturias. Y el menor es arquitecto en Zaragoza.
Todo había salido a pedir de boca, sus cuatro hijos tenían una buena carrera de
la que vivían sin apuros, salvo la distancia que los separaban a unos de los
otros, algo a lo que Rosa nunca se acostumbro.
Rosa tuvo la desgracia de ser una víctima de cáncer, a los
sesenta y ocho años. El suyo fue un cáncer inmisericorde, con ella, y con toda
la familia que lo sufrieron unidos como una piña, hasta el final. Cuando Manuel se quedo solo, se le vino el
mundo encima, siempre habían estado juntos desde muy jóvenes. Durante varios
años estuvo solo, una mujer le venía a limpiar dos veces en semana, el iba a
comer a un comedor de la tercera edad, cercano a su casa, pero se sentía tan
solo que accedió a instalarse en una residencia.
Manuel, tiene ochenta y ocho años, vive de sus recuerdos tanto
buenos como malos, en la misma residencia donde entro la primera vez, allí todos
lo conocen y respetan. Ha sabido rodearse de amigos con los que tiene muchas
cosas en común “se lo pasan bien”. Tiene la suerte o desgracia, de tener su
memoria en perfecto estado, cuando se queda solo en su habitación habla con
Rosa, como si estuviera a su lado, le cuenta lo que sabe de los hijos, como son
sus nietos, y le dice que aun la echa de menos, a pesar de haber pasado treinta
años desde su marcha.
Al principio, todo estuvo “bien” los hijos, aunque vivían
lejos lo llamaban a diario para saber cómo estaba, a veces se ponían al
teléfono los nietos de los que estaba muy orgulloso, como todos los abuelos,
Manuel tenía nueve nietos, lo visitaban a menudo a pesar de la lejanía, se
turnaban en las visitas, y una vez al año por navidad se reunían todos.
Pasados unos años, poco a poco se fueros distanciando las
visitas, después las llamadas, lógico, tenían muchas obligaciones, al parecer
cada día más, los hijos sus respectivos trabajos, los nietos sus estudios y sus
amoríos propios de la edad.
Pasaron los años y llego el día en que Manuel se sintió mal,
muy mal, le visito el médico, y a petición suya le contó la verdad, estaba grave,
le quedaba poco tiempo. Salió cabizbajo de la consulta, se encerró en su
cuarto, ese día no quiso bajar con los amigos.
Como echaba de menos a su familia en esos momentos. Si por
lo menos su Rosa hubiera estado a su lado. Comenzó a llamar a sus hijos,
trataba de sincerarse con ellos y avisarles de su inminente y definitiva marcha,
con la esperanza de que acudieran para estar a su lado y despedirse de ellos.
Conforme los llamaba, se iba viniendo abajo,
apenas lo dejaban hablar todos estaban muy ocupados, no podían dedicarle unos
segundos, todos tenían alguna urgencia, tanto fue así, que no pudo decirles que
se marchaba para siempre, y que los necesitaba a su lado para el último viaje.
Manuel se moría, y en el último minuto le pidió un favor a
la única persona que tenía a su lado, la enfermera, la buena mujer estaba
pendiente de él tratando de consolarlo, sabia lo amargo que puede ser dejar
este mundo en solitario.
De pronto Manuel le dijo -Puedo pedirle un favor ¿Me puede
dar un abrazo? Hace tanto que no siento el calor de un cuerpo humano. -Necesito
un último abrazo, ¡¡por favor!!
Y Manuel se fue en silencio, con el calor del abrazo
solidario de una desconocida.